Saturday, March 13, 2010

Es extraño lo que sucede, los ojos cristalizados a tu alrededor ya no son escasos, una lágrima derramarse en un espacio lleno de gente no parece tan significativo y te sientes ajena cuando aquel que ni sabe tu apellido te abraza fuerte y además, sientes que es sincero. Porque hay más de uno y un millón que se identifican con tu dolor y lo saben, saben en gran parte lo que estás pensando, talvez no lo que estás sintiendo, pero sí la bola de nieve que se te viene encima. La llama interna que se apaga, que queda hecha brazas con ese primer bloque de hielo y de un momento a otro vuelve a brillar con toda la fuerza. Ya no sé qué tan buena sea toda esa fortaleza. Te sientes llena y capaz de cargar el mundo entre tus manos y es cuando más te sientes sola. Allá arriba, allá arriba donde te pusiste a la altura de la situación, allí no llega nadie. Es un páramo desolado, envuelto en nubes densas que no te dejan ver por donde caminas. El frío llega a tus huesos y te quebranta mas no te quiebras. Te sientes abandonada, abandonada por aquellos que no te han dejado sola ni un segundo, que luchan con sus puños por quebrar la bola de cristal en la que estás, donde cae y cae nieve, pero donde no pueden entrar. Estás sola. Lo estás. Lo estás porque tú lo decidiste. Lo estás porque para soportar el dolor tuviste que cerrar tu corazón y dejarlos a todos afuera. Y no importa si compartes lo que piensas, lo que crees que sientes, con una o miles de personas, igual te sientes sola. En realidad cuando hablas no estás abriendo tu alma. Ni cuando lloras y abrazas, te estás dando a alguien. Y te sientes culpable por poder caminar, por poder respirar, por reír, duele reír, te avergüenza reír, te avergüenza disfrutar de un bocado de sublime satisfacción cuando recibes un beso. Te castigas cuando piensas en otro dolor, en cualquier cosa insignificante que quiera hacerse camino a tus preocupaciones o sufrimientos. Y después llega la noche, llega ese instante, esa milésima de segundo aterradora donde sientes algo, un poco, un poco de dolor, ese silencio ensordecedor de la avalancha que se avecina y empiezas a correr y quieres gritar y tu garganta se cierra y el mar llena tus ojos y cuando crees que por fin, que por fin vas a dejar salir el grito desesperado de un alma entre las llamas. Pasa. Se va. Te vuelves a cerrar y ni una lágrima ni un pequeño grito salieron de ti. Sólo humo, ya de tu boca sólo sale humo. No hay espacio para las palabras abrumadoras que se amontonan como batallones en tu garganta. Tragas. Te vuelves a cerrar. El instante pasó. Otra vez sola, esperando algo. Sí. Esperando despertar. Te encuentras a ti misma diciendo "Es una travesía onírica" y con tal ignorancia e ingenuidad que te laceras por ello. Te gritas, "Es real, es real, levántate y asúmelo que es real". Pero tú sí lo estás asumiendo, tanto así que te perdiste en el camino, eres una extraña para tu propia piel, eres una extraña para los demás, para todos ellos que se prepararon arduamente para tener que recogerte disuelta en melancolía y miseria del piso sucio de un bar. Pero estás ahí, en pie, con la mirada al frente y la voz firme, como tenías que estarlo, como tienes que estarlo. A la final, dentro de toda la soledad allá arriba en ese páramo, te sientes silenciosamente orgullosa, orgullosa de estar a la altura de quien realmente te necesita a ti.

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